martes, 11 de octubre de 2011

Mil razones para reír


Hoy me puse a pensar sobre la importancia que a veces no le damos a la vida; cuando ésta sin querer, o tal vez queriendo, nos quita cosas pensamos que es injusta y olvidamos que sin ella no seríamos quienes somos. Todos estamos llenos de momentos felices, pero pienso que no todos somos capaces de apreciarlos. La felicidad llega en cualquier momento, aunque todo en el mundo se termina, hasta lo más hermoso, hasta lo más molesto y doloroso.

Hay quien piensa que el estar solo es una de las cosas más dolorosas de la vida, pero no nos damos cuenta que en ocasiones la soledad nos ayuda a encontrar respuestas que antes eran inexistentes.

Hoy y cada día me doy más cuenta de lo hipócritas y egoístas que podemos llegar a ser, de lo poco que valoramos a los que no rodean y todo lo que tenemos.

Somos capaces de construir casas cada vez más grandes y familias cada vez más pequeñas, al igual que gastamos más pero increíblemente tenemos menos.
Habitamos en edificios más altos con vidas poco profundas y vamos por autopistas más amplias con mentes cada vez más estrechas.
Tenemos más comodidades pero a la vez vivimos más incómodos, tenemos más conocimiento pero irremediablemente menos sensatez.
Hay más expertos y menos soluciones, más medicinas y menos salud.
Estamos en tiempos de comida rápida y de digestión lenta, de casas fantásticas y hogares rotos, de enojarnos enseguida y perdonar lentamente, de salir muy temprano y llegar siempre tarde.
Levantamos las banderas de la igualdad pero sostenemos los prejuicios, nos ganamos la vida (o al menos lo intentamos) pero no sabemos cómo vivirla.

Y lo peor… poseemos cada vez más cosas y desperdiciamos casi todas.